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Carmen Hernández. 2006. “Lo femenino y las políticas de representación: prácticas artísticas desafiantes”





Carmen Hernández. 2006. “Lo femenino y las políticas de representación: prácticas artísticas desafiantes”, Charla presentada en la sesión “Lo femenino: ¿una problemática de interés en el arte?” del Encuentro en torno a la exposición Agua de colonia, Sala RG, Fundación CELARG, Caracas, 2 de febrero de 2006



 

"Pues el poder creativo en el semen del varón tiende a producir algo como él mismo, perfecto en la masculinidad; mas la procreación de una hembra es el resultado, sea de la debilidad del poder activo, de algo inapropiado del material, o de algún cambio efectuado por influencias externas, como por ejemplo el viento del sur, que es húmedo"

Aristóteles   

¿Ha sido lo femenino una problemática de interés para el arte? Es evidente que lo femenino, en términos clásicos o convencionales, ha ocupado un lugar especial en el campo del arte, pero como forma o tema, es decir, lo femenino en su condición pasiva, como elemento contemplativo y estimulante para un contingente masculino. Pero desde los años 70 del siglo XX, lo femenino asume una postura consciente tanto en la producción artística como en el campo teórico, lo cual se suma a las luchas reivindicativas en el terreno social, asociadas al activismo sobre los derechos civiles y la distribución del trabajo. Desde entonces, lo femenino se redimensiona significativamente en el campo artístico y subvierte su rol pasivo por uno activo: “Cuando las mujeres usan sus propios cuerpos en su trabajo artístico, ellas están usándose a sí mismas, un factor significante psicológico convierte estos cuerpos o rostros desde objeto a sujeto” (Lippard, 1976: 124).

Desde que se dio a conocer la frase lo personal es político, tomada del título de un artículo de Carol Hanisch, a fines de los años 60, en el campo del arte el universo de lo femenino ingresó como un problema de amplio espectro que asumió transformaciones en las formas, en las estrategias discursivas o modalidades, y en los objetivos artísticos, para influir en cambios sociales específicos (como activismo) y/o para incidir en el propio sistema del arte. Esta nueva perspectiva, signada por el término “feminismo”, puede entenderse como crítica a la cultura en cuanto potencial analítico de la construcción de identidades en tiempos marcados por la muerte de los grandes relatos que han consolidado los procesos sociales, económicos, políticos de la modernidad y que ha puesto en entredicho la noción de ideología, hasta llegar a ignorarla. Hoy en día la trayectoria del feminismo nos ha heredado una “mirada advertida” que contribuye a reinterpretar la realidad, incluyendo el campo del arte, y ofrece perspectivas liberadoras para redimensionar los roles sociales, incluyendo redefiniciones en el campo teórico, como ocurre con la noción de lo ideológico[1].

Es necesario entonces definir diferencias entre una estética “femenina” y una estética “feminista”. La teórica latinoamericana Nelly Richard burla la teoría psicoanalítica que concibe la femineidad como una falta porque nunca se alcanza completamente– y valora positivamente el carácter marginal de lo femenino en su capacidad de asumir fácilmente posiciones límites, sobre todo cuando debe enfrentarse a las tensiones que le imponen los discursos dominantes. En el capítulo “Estéticas y políticas del signo” de su libro Masculino/femenino, Nelly Richard plantea la diferencia entre estética femenina y estética feminista:

 “La definición de «estética femenina» suele connotar un arte que expresa a la mujer tomada como dato natural (esencial) y no como categoría simbólico-discursiva, formada y deformada por los sistemas de representación cultural. Arte femenino sería el arte representativo de una femineidad universal o de una esencia de lo femenino que ilustre el universo de valores y sentidos (sensibilidad, corporalidad, afectividad, etc.) que el reparto masculino-femenino le ha reservado tradicionalmente a la mujer. Sería aquel arte para el cual lo femenino es el rasgo de distintividad-complementariedad que alterna con lo masculino, sin poner en cuestión la filosofía de la identidad que norma la desigualdad de la relación mujer (naturaleza)/hombre (cultura, historia, sociedad) sancionada por la ideología sexual dominante. En cambio, la «estética feminista» sería aquella otra estética que postula a la mujer como signo envuelto en una cadena de opresiones y represiones patriarcales que debe ser rota mediante la toma de conciencia de cómo se ejerce y se combate la superioridad masculina. Arte feminista sería el arte que busca corregir las imágenes estereotipadas de lo femenino que lo masculino-hegemónico ha ido rebajando y castigando. Un arte motivado, en sus contenidos y formas, por una crítica a la ideología sexual dominante. Y más complejamente: un arte que interfiere la cultura visual desde el punto de vista de cómo los códigos de identidad y poder estructuran la representación de la diferencia sexual en beneficio de la masculinidad hegemónica.” (Richard, 1993: 47). 

También Richard advierte el peligro que encierra lo “neutro” como enmascaramiento luego de haber reconocido que el poder se entrama en las categorías diferenciadoras del género sexual: "decir que el lenguaje y la escritura son in/diferentes a la diferencia genérico-sexual refuerza el poder establecido al seguir encubriendo las técnicas mediante las cuales la masculinidad hegemónica disfraza con lo neutro -lo im/personal- su manía de personalizar lo universal" (Richard, 1993:34).

Eli Bartra también distingue la diferencia entre un arte femenino y un arte feminista. El primero glorifica la condición subalterna sin cuestionar el sistema, mientras el arte feminista enfrenta la ideología dominante, ya sea de manera voluntaria o involuntaria, para describir o impugnar la opresión de las mujeres:

“El arte feminista es el que representa una lucha, una rebeldía (voluntaria o involuntaria) en contra de la condición subalterna de las mujeres. Y es muy importante volver a señalar que el arte feminista tiene un contenido político específico, pero que todo arte tiene un contenido político e ideológico, la única cuestión es que varía la política de que se trata” (Bartra, 2003: 66).  

Para Bartra es importante otorgarle a la negación un sentido dinámico y renovador para así poder evitar la posibilidad de reafirmar el sistema de exclusión que ha dejado fuera a las mujeres de la toma de decisiones que ha cambiado el destino de la humanidad: “el hecho de decir no, ayudará a destruir viejos mitos que impiden la construcción del sí, la construcción de la nueva identidad femenina” (Bartra, 2003: 67).

El arte feminista como propuesta plural

Si se quiere caracterizar el arte feminista emergente en los años 70, habría que reconocer su pluralismo y consciente alejamiento de las modalidades tradicionales como la pintura y la escultura, pues fueron consideradas códigos hegemónicos del modernismo, y se privilegió el arte procesual caracterizado por el video, el performance y las instalaciones. Como parte del cuestionamiento a la historia del arte, emergió un paulatino interés por géneros menores como la autobiografía, el testimonio y las crónicas.

Retrospectivamente se puede plantear que el arte feminista ha contribuido a recuperar formas expresivas periféricas y a la vez, ha advertido sobre la no neutralidad del lenguaje y del arte, apuntando sus marcas de género, etnicidad, sexualidad y clase social. Cuestionó la noción de individualidad y genialidad artísticas para propiciar las experiencias colectivas y valoró lo personal como político en contraposición a la supuesta existencia del arte como expresión universal y neutra.

Vemos su herencia en la constante referencia al cuerpo como signo para repensar la relación entre objeto y sujeto. Esta actitud responde a un deseo de constante desafío a los cánones establecidos en el orden social y artístico, lo cual ha propiciado una densidad semántica que estimula una ambigüedad referencial sustentada en la rebeldía a suscribirse a modelos previamente fijados. Muchas de estas experiencias realizadas a lo largo de los años 80 y 90 del siglo XX, han contribuido a disolver los límites entre los géneros, visible sobre todo en las combinatorias entre desnudo, retrato y autorretrato, así como en las mezclas de modalidades técnicas.      

Frente a los gestos provocadores del feminismo de los años 70, las artistas contemporáneas se interesan sobre todo por las articulaciones del lenguaje, alejándose del performance para manifestar preocupaciones por los sistemas de poder en un amplio sentido, desde la crítica a la obra de arte como “monumento” hasta los aparatos ideológicos representados por la exacerbación de la tecnología.

A fines del siglo XX y principios del XXI, el panorama se muestra más complejo porque se han activado las reflexiones de algunas  latinoamericanas junto a figuras de países asiáticos y africanos, que incorporan problemas relativos a las relaciones territoriales y económicas asimétricas con el mundo occidental. A diferencia del interés por rescatar la participación de las mujeres en la historia del arte que manifestaba la primera generación de artistas feministas, sus sucesoras se centran más en la revisión de prácticas patriarcales en un sentido amplio y se distancian un poco del análisis del rol de las mujeres. En general, desde un sentido crítico, y a veces sin proponérselo de manera explícita, estas artistas han privilegiado el carácter comunicacional de la expresión artística porque la creación ha sido para ellas una forma de conocimiento y reconocimiento del lugar que ellas ocupan en el mundo.

Reinterpretación de lo femenino (feminista o no-androcéntrico) como rebeldía o desafío, o el margen como lugar de transformación  

Para algunas teóricas, lo femenino, como postura consciente de su condición “marginal”, representa una actitud de rebeldía o desobediencia que cuestiona los estatutos hegemónicos de la cultura: “Un texto femenino no puede no ser más que subversivo: si se escribe, es trastornando, volcánica, la antigua costra inmobiliaria. Es incesante desplazamiento. Es necesario que la mujer se escriba porque es la invención de una escritura nueva, insurrecta lo que, cuando llegue el momento de su liberación, le permitirá llevar a cabo las rupturas y las transformaciones indispensables en su historia” (Cixous, 1995: 61).

Aunque Nelly Richard redimensiona el término femenino para asignar a toda escritura que asume la posición transgresora de esa pulsión asociada con lo minoritario y marginal, y le otorga una subalteridad crítica como categoría discursiva, creo que femenino no es el término más adecuado para abarcar a los sujetos marginados del centro de la cultura. Continuar empleando el vocablo femenino para caracterizar estrategias desconstructivas resulta arriesgado, porque aún se lo reconoce como signo discriminatorio en el imaginario social, y esto puede oscurecer su orientación subversiva. Por su claridad conceptual, tal vez sea más oportuno recurrir a la noción de no-androcentrismo, acuñada por Amparo Moreno, que caracterizaría el rechazo al androcentrismo[2], presentándose como una perspectiva más abarcadora y pertinente.

 

Aspirar la configuración de una perspectiva no-androcéntrica no es sólo valorar los discursos negados, y entre ellos la voz femenina, es también acceder a una manera distinta de apreciar la existencia. Esta ampliación del género puede contribuir a la superación de las determinaciones biológicas y las diferenciaciones simbólicas con el fin de estimular los intercambios sígnicos según las exigencias que enfrenten. En este sentido, la crítica feminista resulta importante en la medida en que actúa desde una perspectiva desconstructiva frente a la elaboración y análisis de la cultura, revelando (desde una conciencia sexuada por desplazamiento) las contradicciones del sistema logocéntrico, sobre todo su tendencia discriminatoria visible en la configuración centralista de los modelos de las disciplinas.

Ampliar la noción de género: una cuestión de mirada

Ampliar la noción de género implica reconocer que la diferencia está marcada por una perspectiva particular y en este sentido, Diamela Eltit, escritora chilena, coincide con Nelly Richard en la necesidad de ir más allá de la sexualidad del autor para observar cómo se aborda la discursividad, y señala: "Parece necesario acudir al concepto de nombrar como lo femenino aquello que desde los bordes del poder central busque producir una modificación en el tramado monolítico del quehacer literario más allá que sus cultores sean hombres o mujeres [3] generando creativamente sentidos transformadores del universo simbólico establecido" (Eltit en  Richard, 1993: 36). El género es cuestión de lugar de enunciación:

 

“Diría que la escritura no es sexuada, es un instrumento social. Lo importante es el cuerpo de escritura que tú construyes; el problema no está en los cuerpos biológicos sino en las zonas de la escritura (...) Una mujer escritora puede integrarse perfectamente a los códigos dominantes en el sentido de situarse más en lo masculino. En cambio hay escritores hombres que han hecho trabajos muy refractarios a lo social. De esta manera estaríamos dentro o fuera de lo femenino de acuerdo al hecho de que la escritura se revele como un cuerpo que tiene o carece de rasgos de sumisión [4]; y en esos rasgos de sumisión pueden caer perfectamente las mujeres” (Eltit en Burgos y Fenwick, 1994: 354-355). 

 

Tradicionalmente el campo representacional del arte se ha constituido sobre relaciones asimétricas, pues se ha estructurado según un sujeto que mira (generalmente varón) y un objeto que es mirado (mayormente el cuerpo femenino) y así lo demuestra la historia del desnudo femenino con innumerables propuestas que convierten a las mujeres en “espectáculo”. Hoy en día las mujeres (y también algunos hombres) reflexionan sobre la “mirada” y crean otras perspectivas que burlan la tradicional creación de estereotipos desde una posición “centrada” para privilegiar otros rasgos.  Al respecto Patricia Mayayo aclara: “Analizar críticamente las representaciones del cuerpo femenino no consiste solamente en evaluar qué es lo que aparece representado, sino quién lo mira y en qué contexto, en preguntarse, en último término, dónde reside el poder de la mirada” (Mayayo, 2003: 182).

Estrategias de la discursividad feminista

Los procesos de despojamiento que experimentan las imágenes o la escritura podrían inscribirse en lo que Nelly Richard denomina como desrepresentación porque desenmascara ideológicamente al signo en su apariencia “natural” y lo evidencia como modelación cultural. La desrepresentación apunta hacia el registro de múltiples referencialidades que no pueden asumir una forma única debido a su capacidad constante de transformación, como un cuerpo sometido a constantes tensiones. Esta actitud desconstructiva cuestiona la tradición artística con su supuesto naturalismo representacional, incluyendo la expresividad de los contenidos, las convenciones de género y el mito del autor. Pero también es asumida como estrategia política pues se pueden poner en tela de juicio otras dimensiones, como la idea de estado-nación (con sus figuras de ciudadanía, identidad nacional, identidad territorial), así como otras representaciones –el bien enfrentado al mal, lo sano enfrentado a lo enfermo, la evolución enfrentada al atraso- que se conciben desde parámetros bipolares y se imponen desde los discursos oficiales para ordenar y jerarquizar lo social. En estas reflexiones que se deslizan desde las dimensiones más amplias hasta llegar a lo individual se incluyen las instituciones como el hospital psiquiátrico, la prisión, la escuela, el museo y la familia. La realidad muestra que el modelo “ejemplarizante” es imposible de alcanzar porque las diferencias y desigualdades sociales impiden la articulación de procesos de identificación homogéneos.

Crítica al canon

Entre las estrategias desconstructivas del feminismo encontramos reflexiones sobre el proceso escritural o de producción de representaciones visuales desde perspectivas que podríamos llamar “marginales” con respecto al canon, que en la literatura, rechaza la estructura de la novela tradicional y su rol social vinculado a fundar una visión de mundo, y en las artes visuales, cuestiona los géneros y sus estatutos jerarquizantes (lo heroico frente a lo nimio y doméstico).

Según Raymond Williams, el canon –literario o artístico- se asocia a un saber instituido que es capaz de privilegiar ciertos rasgos por sobre otros y por ello, forma parte de la llamada tradición [5], que: "constituye un aspecto de la organización social y cultural contemporánea del interés de la dominación de una clase específica. Es una versión del pasado que se pretende conectar con el presente y ratificar. En la práctica, lo que ofrece la tradición es un sentido de predispuesta continuidad" (Williams, 1980: 138). También existen operaciones relativas a la tradición que se afirman por algunos grupos menos privilegiados, pero el más activo es el aspecto hegemónico en cuanto obliga a realizar una selección y conectarla con un orden cultural contemporáneo. El canon literario está expuesto a esas tensiones producidas en el seno del sistema cultural.

Pero, ¿cómo se cuestiona el canon? Rescatando elementos de la periferia, ya sea en palabras e imágenes, representaciones o imágenes simbólicas de tradiciones no hegemónicas (como la tradición oral), hibridaciones, con voces de sujetos también pertenecientes a la periferia que ponen en duda los modelos del “héroe” tradicional, con el objetivo de desenmascarar los estatutos epistemológicos con los cuales se organiza y jerarquiza el saber. En general, las estrategias discursivas apuntan a procesos abiertos y fluidos que no presentan soluciones definidas (representaciones móviles, ambiguas, que se tornan polisémicas).

Cuando un o una artista se burla de los fetiches clásicos ¿no se estaría revirtiendo el supuesto poder de ese “objeto sustitutivo” por una nueva puesta en escena de un sujeto que se siente con derecho a autorrepresentarse a través de otros códigos? (no olvidemos que para Freud el fetichismo en la mujer funciona como una manera de aplacar el miedo a la castración imaginaria de un supuesto pene perdido).

Para el psicoanálisis la condición femenina está marcada por la falta ya que la diferencia sexual se centra en la posesión del falo (el miedo a la castración en el niño es el temor a perderlo y la envidia al pene es la actitud de la niña).

Pero algunas teóricas feministas han asumido esa supuesta condición de “falta” en un posicionamiento discursivo de poder contrahegemónico, transformando la condición de “objeto de goce” por “sujeto de goce”.

Entre estas posturas más innovadoras, se puede citar la reflexión de la  puertorriqueña Magali García Ramis quien en su ensayo No queremos a la Virgen, cuestiona el modelo femenino que la práctica del catolicismo promueve con el culto mariano y plantea: “El mito suave y cerrado, más allá de toda duda, que erigieron como modelo para todas las mujeres del mundo, descansa en la feliz solución de tener una mujer perfecta porque cumple con los dos requisitos que para el hombre son importantes: no haber tenido placer sexual antes de conocer a su señor, y cumplir con el rol de reproductora que es el que le toca por naturaleza” (García Ramis, 1993: 66).

Los aportes del feminismo también han permitido reconocer la acción que el sexismo [6] ha ejercido sobre la creación de la “Historia del arte” [7], escrita desde una mirada patriarcal que ha ignorado la producción de las mujeres. A pesar de este reconocimiento, hay quienes creen que hoy en día no resulta oportuno orientarse solamente a un rescate de las obras realizadas por mujeres sin tener conciencia de cómo se ha ejercido esta diferenciación. Es decir, reproducir la lista de cronológica de artistas y estilos incluyendo los nombres de las mujeres omitidas sin reconocer su diferencia discursiva, repetiría la errónea idea del arte como una dimensión supuestamente “neutra”, separada de la condición personal de su creador o creadora. Revisar la historia del arte desde una perspectiva feminista, según Eli Bartra, significa el estudio y la comprensión de la historia del arte en general tomando en cuenta la creación femenina desde una perspectiva múltiple, que incluya el contexto socioeconómico e histórico, el estado psíquico o emocional, la forma de expresión y lo que es expresado[8]. “Hay que reinterpretar la historia, no simplemente revisarla para rescatar y resaltar la participación femenina. Reinterpretar la historia significa escribirla con una visión distinta; significa que los mismos hechos son explicados a partir del reconocimiento de la opresión de las mujeres y de su subalternidad” (Bartra, 2003: 63). A esta solicitud de Bartra le añadiría el abordaje de la creación realizada por otros sujetos que también han sido marginados por la visión eurocéntrica de la historia del arte, cuyas discursividades también expresan los signos de esa opresión de la que han sido víctimas las mujeres.

En la medida en que se traman nuevos problemas a la perspectiva de género, parece necesario ampliar las categorías y por ello, resulta pertinente identificar estas propuestas como representaciones de las diferencias o políticas de representación [9] entendiéndolas como modos de articular sentidos a la imagen visual, que desde una postura no-androcéntrica, desconstruyen, reinterpretan, reinventan, reproducen o afirman sentidos en las imágenes visuales hegemónicas, en algunos casos desde una primera persona imaginaria que brinda un tono autobiográfico como lugar de enunciación “ambiguo” pero políticamente comprometido al autoconocimiento como sujeto individual y social.

Niveles de discursividad en las políticas de representación [10]

Estas políticas de representación asumen dos posturas que no se contradicen entre sí y pueden incluso ser complementarias:

A) la valoración de lo femenino como una verdad otra (una dimensión más integradora) y B) una crítica a lo femenino como visión estereotipada como construcción simbólica subordinada (que incluye al modelo de lo masculino).

A) La valoración positiva de lo femenino trama el deseo de subvertir las relaciones de poder en nuestra cultura a partir de dos posturas, como:

1.- el rescate de valores relativos a un orden matriarcal, vinculados con una posición más plural en la configuración de los roles sociales, o como una actitud que aspira crear una unión armónica sin la existencia de las tradicionales polaridades;

2.- la apreciación de códigos femeninos (marginales en general) que subvierten el orden del lenguaje, incluyendo el estético, para estimular nuevas posibilidades expresivas capaces de incluir las voces negadas por la cultura (lenguaje periférico).

B) La crítica a los discursos modeladores de lo femenino como categoría subordinada por el diseño de estereotipos. Esta postura de distanciamiento y resistencia al modelo convencional de lo femenino, apunta hacia:

3.- el cuestionamiento de las disciplinas como sistemas organizadores de desigualdades discriminatorias, o

4.- la ruptura de las representaciones tradicionales de lo femenino (y de lo masculino) en los cuales queda en evidencia  la disolución de las fronteras entre lo público y lo privado.

Ninguna de estas opciones niega u omite a las otras y en ciertos casos, se cruzan. Por ello, es común la referencia autobiográfica como recurso para introducir las interconexiones entre las esferas de lo público y lo privado, privilegiando la experiencia personal como vía alterna frente a la noción de sujeto estable y trascendente.

Al asumir las políticas de representación como estrategia discursiva sustentada en un tejido ético que permite reconocer las diferencias, se pueden incorporar los trabajos de artistas masculinos que cuestionan los estereotipos sexuales, sociales y de belleza corporal, o que cuestionan los estereotipos del exotismo o que “occidentalizan” irónicamente las representaciones vinculadas al orientalismo.

Eli Bartra aboga por una teoría política feminista que se ocupe de la transformación de las relaciones humanas “aquí y ahora” y no en un futuro lejano que a lo mejor nunca llegará, que luche por una sociedad democrática y no sexista. Y aclara: “Y es aquí en donde quiero dejar claro que el feminismo no es una corriente socialista que se ocupa únicamente de «cosas de mujeres» como suele decirse, que sólo se dedica a conocer la opresión y/o la explotación femenina, sino que a partir de la opresión femenina, a partir de una situación concreta de grupo subalterno se construye una visión de mundo, se desarrolla una metodología y una teoría para llevar a cabo una práctica transformadora de toda relación de poder opresiva y explotadora” (Bartra, 2003: 17).

Hoy en día presenciamos que la herencia del feminismo ha permitido reconocer que las diferencias sexuales, étnicas, sociales, de clase, de edad, sobre las cuales se ha jerarquizado lo social, obedecen a acuerdos previamente fijados sobre un modelo androcéntrico y excluyente porque se impone como lugar de privilegio para unos pocos sujetos. La estética feminista ha contribuido y continuará contribuyendo a desmontar la economía del deseo que condena a amplios sectores sociales al sometimiento de un orden que no los identifica, y a la vez, ha advertido que lo político y lo ideológico forman parte de los horizontes de la nuestra cotidianidad. 

Notas

[1] El marxismo relacionó la ideología con el surgimiento de las clases sociales y  su consabida división social del trabajo, sin tomar en cuenta que previamente a las diferencias de clase, ya existía la división sexual del trabajo que permitió la emergencia e instauración del sexismo que identificó con el signo de lo femenino al mundo doméstico mientras el espacio de lo público y lo productivo quedó identificado con el signo de lo masculino. Por ello, la perspectiva feminista permite ampliar algunas definiciones sobre las relaciones de producción: “La ideología es, en cuanto a lo que se ha llamado la estructura interna, un conjunto de opiniones sobre el mundo. No se puede considerar un cuerpo de ideas y de pensamientos bien estructurados ya que está integrada por prejuicios más que por juicios racionales; las opiniones se expresan con base en una jerarquía de valores que se ha ido modificando parcialmente a lo largo de la historia de acuerdo con las necesidades de la clase o el grupo social dominante que la escoge. Estas opiniones valorativas tienen como función condicionar o determinar ciertas actitudes, costumbres, hábitos, en suma, algunos objetivos de la acción en sociedad. Además, contribuye fuertemente al proceso de enajenación y crea una hegemonía y un consenso social” Cfr. Bartra, 2003: 24.

[2] Amparo Moreno describe la existencia de un arquetipo viril que, en su calidad de construcción ideológica, ha permitido articular el poder con el saber para privilegiar un modelo sobre el cual se ha ordenado jerárquicamente la cultura, propiciando un sistema androcéntrico. El arquetipo viril protagonista de la historia, es un sujeto masculino -considerado ser humano superior- y que no representa a cualquier hombre: "Se trata de un hombre adulto de raza blanca, miembro de la cristiandad europea occidental, que se dota de instrumentos de poder y de saber para practicar una constante expansión territorial a costa de otros seres humanos, mujeres y hombres, hacia una «civilización universal»" (Moreno, 1986: 98).

[3] Las cursivas son nuestras.

[4] Las cursivas son nuestras.

[5] Junto a las instituciones, formaciones y otros procesos variables configura el paisaje de la cultura.

[6] "SEXISMO: mecanismo por el que se concede privilegio a un sexo en detrimento del otro. La persona que lo utiliza es «sexista» (Moreno, 1986: 22).

[7] “Entiéndase al discurso histórico tradicional masculino-occidental” (Bartra 2003: 52-53).

[8] Cfr. Bartra, 2003: 56-57.

[9] Cfr. Hernández, 2003: 50.

[10] Estas categorizaciones fueron planteadas en el texto de la exposición “Desde el cuerpo: alegorías de lo femenino”, presentada en 1998 en el Museo de Bellas Artes de Caracas. El texto completo todavía no ha sido publicado. 

 

Bibliografía:

 

Cixous, Hélène (1995). La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura, Barcelona, Editorial Anthropos. 

Bartra, Eli (2003). Frida Kahlo. Mujer, ideología y arte, Barcelona, Icaria editorial, Tercera edición. 

Burgos, Fernando y M.J. Fenwick (1994). “L. Iluminada en sus ficciones: Conversación con Diamela Eltit”, Inti, Revista de Literatura Hispánica, Cranston, vol. 40-41, pp. 335-366.   

García Ramis, Magali (1993). No queremos a la Virgen, Río Piedras, Puerto Rico, Ed. Vega, Ana Lydia. El tramo ancla: Ensayos puertorriqueños de hoy, Editorial Universidad de Puerto Rico.  

Hernández, Carmen (2003). “Representando las diferencias. Fotografía y feminismo en el cruce de siglos”, Revista Extracámara. Revista de fotografía, N° 20, Caracas, CONAC, enero de 2003, pp. 49-55.     

Lippard, Lucy (1976). From The Center: Feminist Essays of Women’s Art, NY, Dutton .

Mayayo, Patricia (2003). Historia de mujeres, historias del arte, Madrid, Ediciones Cátedra. 

Moreno, Amparo (1986). El arquetipo viril protagonista de la historia, Madrid, Cuadernos inacabados, La sal ediciones de las dones. 

Richard, Nelly (1993): Masculino-femenino. Prácticas de la diferencia y cultura democrática, Santiago de Chile: Francisco Zegers Editor.

Williams, Raymond (1980): Marxismo y literatura, Barcelona, Editorial Península, 1ª edición en inglés 1977.

 

 

 

Carmen Hernández

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