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Hortensia Moreno. 2006. Transcurrimientos: cuerpo, género y ritual en el arte performativo de Gabriela Olivo de Alba

Hortensia Moreno. 2006.  “Transcurrimientos: cuerpo, género y ritual en el arte performativo de Gabriela Olivo de Alba.  A propósito de las piezas de arte acción: Nupcias y No me llores más (autofuneral). Ensayo presentado en el Seminario permanente de Género, sexualidad y performance, Mérida, Yucatán, noviembre de 2006

 

Abstract: Esta reflexión se concentra en dos de los últimos performances de la autora: No me llores más y Nupcias. Se trata de dos rituales de pasaje donde se expermienta el traspaso de fronteras (vida/muerte, soltería/matrimonio) que conduce a cambios de estado. Ambos pasos exigen rituales codificados socialmente; el punto donde el performance se vuelve problemático y problematizante es el del propio sujeto de la acción: en No me llores más el cuerpo (el cadáver) es representado por la propia actriz y el desarrollo narrativo y conceptual es el de sus propios funerales; en Nupcias, la novia transcurre por todo el ritual de la boda sin que haya un novio presente. Al jugar con estas categorías está jugado con equivalencias metafóricas fundamentales en terrenos de enunciación “peligrosos” donde las zonas del espacio-tiempo social “normales” son atravesadas hacia zonas anormales, intemporales, ambiguas, marginales y sagradas. La pregunta por los efectos del ritual social comparados con los efectos del ritual performativo implica discurrir hasta qué punto el funeral y la boda afectan la vida del cuerpo y del género y convierten las ideas —los productos de la mente— en objetos materiales del mundo “exterior”.

 

Para analizar el trabajo de Gabriela Olivo de Alba quiero centrarme en dos aspectos del arte performativo que me parecen cruciales para la reflexión de género —desde el punto de vista teórico— y en el desarrollo de una forma estética particular; me refiero, por un lado, a la dimensión de acontecimiento de la obra de arte, y por el otro, a la continuidad entre el arte y la vida. Estas dos características que el performance vuelve tan visibles en su montaje ritual me servirán como guía en la interpretación del cuerpo como entidad imaginaria —imaginativa, imaginosa, imaginal, imaginable, imaginada, imaginante— que se construye a partir de su advocación genérica.

 

La dimensión de acontecimiento

 

Por lo menos desde Platón existe una inquietud por la separación, el corte, la escisión entre el significante y el significado. Sócrates la discute en la escritura, el medio que muestra de manera más flagrante una manera de ser del lenguaje que se desprende de su emisor. Lo que se está presenciando en ese desprendimiento es la posibilidad de que el mensaje, la palabra, exista sin la presencia de un cuerpo que respira; o mejor dicho, que trascienda ese cuerpo: el cuerpo queda atrás, en el momento de la escritura, y puede inclusive desaparecer como existencia viviente. La escritura es un poderoso instrumento que atraviesa el tiempo y el espacio, que autonomiza la palabra y la deja a la merced de vicisitudes imponderables.

El poder de la escritura es suficiente para demostrar que, en efecto, el cuerpo como tal se vuelve prescindible para la transmisión de las ideas. Platón sobrevive su propia muerte gracias a la permanencia de su capacidad discursiva en el texto.

Esta posibilidad expresiva se replica en las artes, pero tiene un límite muy claro en la escena y en la música hasta bien entrada la modernidad; la autonomía de las artes plásticas inclusive permite que la pintura, la arquitectura y la escultura anteriores al capitalismo estén en el mundo de manera prácticamente anónima: su proceso de concepción y factura quedan virtualmente ocultos. La música y las artes escénicas, en cambio, tendrán que esperar hasta que el siglo xx inventa los medios de almacenaje y reproducción que permiten desatar la obra del cuerpo que la produce.

La existencia de la obra al margen del cuerpo de su creador/a conduce a un interesante malentendido: pareciera que, en efecto, el significante es independiente del significado —como ocurre, dice Lacan, en el inconsciente, el cual se estructura como un lenguaje—; y su corolario es, sin duda, que la obra existe de manera autónoma respecto al cuerpo. Las formas en que la modernidad aliena la obra de arte tiene mucho que ver con este malentendido: el fetichismo de la mercancía —presente también, por cierto, en el psicoanálisis— llega a su paroxismo en el mercado del arte. Lo que se pierde de vista es la dimensión de acontecimiento de todo proceso de comunicación.

El malentendido simplemente escotomiza el cuerpo. Ya no el cuerpo de quien crea, sino el de quien contempla. El malentendido tiene la pretensión de que una obra: 1) tiene un sentido fijo, accesible en cualquier momento; 2) tiene sentido en sí misma, independientemente de quien la descifre. Estas dos afirmaciones son insostenibles para todo proceso de comunicación, pero adquieren especial inconsistencia cuando se refieren al arte. Para decirlo de otra manera, el arte sólo es en el proceso de comunicación; el libro empolvándose en el librero, la película dentro de la lata, la pintura rupestre en la cueva oscura no existen; sólo tienen existencia y sentido cuando alguien lee, ve, escucha sus contenidos. Pero además, el sentido no es un hecho fijo e inconmovible, sino el resultado de la competencia comunicativa —en el papel receptor— de quien descifra. Esto significa que no hay dos lecturas iguales, no hay dos espectadores que reciban lo mismo. La polivalencia, la enorme capacidad polisémica del arte reposa no sólo en su constitución estructural, sino sobre todo en la ductibilidad del contexto y la inmensa variedad de lo humano.

Cada proceso comunicativo —y el arte aquí no sólo no es la excepción, sino que es precisamente el paradigma— es único e irrepetible. Ésta es la dimensión de acontecimiento del arte en particular y de la comunicación en general.

Esta dimensión recupera su visibilidad en el performance: nunca se repite. Está vitalmente determinado por el espacio, el tiempo, el auditorio, el estado de ánimo, el clima. Lo cual no quiere decir que sea un hecho desestructurado; por el contrario: el performance pende de una estructura ritual. El ritual puede ser personal, subjetivo, individual —como en las psicosis y en la esquizofrenia— o engarzarse con el orden simbólico —como en la neurosis y la histeria. Sus efectos de contenido giran alrededor de la necesidad de resignificar la vida en su presente. Lo que estructura el presente es la memoria del pasado y la proyección al porvenir: de eso se trata el ritual. Es la manera en que nos aferramos al sentido: a lo que produce nuestras identidades múltiples en contextos siempre cambiantes. Los rituales estabilizan, marcan, establecen, separan, juntan, realizan. Esta cualidad de realización infunde al vértigo insoportable del cambio la apariencia tranquilizadora de una estabilidad.

La manera en que actúa el ritual en el performance —y ahora me refiero específicamente al arte performativo de Gabriela Olivo de Alba— es precisamente como estructuración de hechos que se plantean como preguntas. ¿A quién interrogamos? Yo creo que, a través de estos rituales, interrogamos al orden simbólico. Al orden discursivo de género, por ejemplo. Al orden de lo imaginario. La presencia del cuerpo es decisiva en esta interrogación. La artista está transitando siempre terrenos muy peligrosos.

En Nupcias (2006) se explora el sentido de el matrimonio. La interrogación implica un verdadero cuestionamiento al orden de género: estamos casi casi de acuerdo en esta sociedad en que pueden contraer nupcias personas del mismo sexo; pero ¿se puede casar alguien no con? Las Nupcias de Gabriela Olivo de Alba se celebran con una notable observancia del ritual: he ahí un cuerpo vestido de novia que pronuncia las palabras mágicas.

En el autofuneral —No me llores más, 2003—, la artista visita su propia muerte. Es amortajada, velada y llorada por una concurrencia casi muda. El transcurso entre la vida y la muerte me da pie para introducir el segundo aspecto de esta exposición: la continuidad entre el arte y la vida. La ritualidad del autofuneral condensa una preocupación humana por excelencia. Una fantasía suicida. Ciertamente, una serie de interrogantes donde el cuerpo deja de ser el cuerpo. ¿No resulta acaso paradójico que al cadáver se le llame “el cuerpo”?, cuando en la muerte precisamente ha dejado de pertenecer a ese estatus y se ha vuelto una cosa más, sin identidad.

Dicen quienes cuentan la historia de la fotografía que algunos pueblos a los que, por comodidad, denominamos como primitivos, temían que la cámara les robase el alma. El performance ¿tendría esa propiedad o es puro teatro? La principal diferencia entre el teatro y el performance —según los entendidos— es precisamente la continuidad entre el escenario y la vida. La obra de arte nos habita y nos transforma. Cuando hablo de “transcurrimientos” en el título de esta ponencia me refiero a esta continuidad: la obra se sale de sus límites en el performance. La obra se desborda: se escurre por las paredes del escenario y contamina la vida. Contamina los cuerpos que no saben en realidad si son espectadores o coactores. El borramiento de límites entre el escenario y el público permite un flujo donde ocurre la atribución de significación —la semiosis— siempre como un algo inesperado, imprevisible, incontrolable. La segunda parte del juego de palabras tiene que ver con el transcurso. El transcurso alude al rito de pasaje: del estado de soltería al matrimonio. De la vida a la muerte.

Peligrosamente, la muerte es apropiada por la artista y se hace pública. Como son públicas sus Nupcias: en el Palacio de las Bellas Artes, ante invitados, familiares y amigos. Searle asegura que los actos de habla producen instituciones; ¿qué ocurre con estos actos corporales, extremadamente ritualizados, codificados, semantizados?

Para aligerar una traducción busco en el diccionario la palabra seamless; la autora del texto que traduzco está hablando precisamente de la continuidad entre la escena y la vida de ciertas personas que hacen precisamente performance. Sé, por supuesto, que la palabra significa “sin costuras”; aquí la costura es el límite, la barrera que separa el escenario —espacio imaginario— del mundo —espacio de la vida real—; el efecto de aquello que está unido “sin costuras” es el escurrimiento de lo que ocurre en un ámbito hacia el otro. Desde luego, el mundo afecta la escena, pero ¿la escena afecta al mundo? Bueno, la palabra que me encuentro es deliciosa: inconsútil. Busco en mi diccionario del español y aprendo que se utiliza para designar cierto objeto perteneciente al ámbito de lo sagrado: el manto de Jesús es inconsútil.

Si el performance de Gabriela Olivo de Alba es inconsútil, sus consecuencias trascienden la mera actuación: se trata de actos realizativos (para utilizar esa primera versión con que Paidós introdujo el concepto de performatividad en la traducción de How to do Things with Words). Afecta su cuerpo, su género y su identidad. Es una mujer casada que no tiene marido. Peor aún: es una muerta viva. Es un fantasma.

Carmen Hernández

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