Juan Carlos Rodríguez. 2003. “Zona de distensión ¿un espacio simbólico posible?”, Encuentro reflexivo en el marco de la exposición Zona de distensión (inventario y estadísticas de una experiencia de diálogo). David Palacios, Caracas, Fundación CELARG, Sala RG, 13 de febrero de 2003.
La mayoría de las nociones que los artistas y los críticos emplean para definirse o para definir a sus adversarios son armas y envites de luchas, y muchas de las categorías que los historiadores del arte utilizan para pensar su objeto no son más que esquemas clasificatorios hijos de estas luchas y enmascarados o transfigurados con mayor o menor pericia. Inicialmente concebidos, las más de las veces, como insultos o condenas (¿pero acaso no proceden nuestras categorías del griego katégorein, acusar públicamente?)
Pierre Bourdieu
Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario
Introducción
En primer lugar debo señalar que durante esta exposición cuando me refiera a los artistas, estaré aludiendo principalmente a aquellos que de alguna manera han estado incorporando en sus trabajos, metodologías consideradas como “impropias” del campo del arte y por lo tanto, “inadecuadas” para la construcción de las obras. Me estoy refiriendo específicamente a algunas experiencias del arte contemporáneo que se plantean problemas metodológicos colindantes (a propósito o no) con las ciencias sociales, y que asumen tanto el carácter político de sus propuestas, como el carácter contextual de las mismas.
En este sentido, estaré proponiendo un símil entre los procesos de producción de estas obras de arte, con los procesos sugeridos en el nombre de la muestra “zona de distensión”. Y me estaré concentrando en aquellas figuras que nos acercan a la comprensión de experiencias transdisciplinarias y “experiencias de creación” [1], como zonas de intercambio o tráfico de saberes (más o menos conflictivos) útiles para la producción de reflexión y acciones cargadas de una intencionalidad específica.
No obstante me permitiré a la inversa, pequeñas digresiones que me sugiere la ausencia de una zona de distensión en el campo de las artes, considerando que vivimos en un país que desde hace poco más de una década, convulsiona al ritmo de una serie de acontecimientos políticos, sociales y culturales sumamente intensos y desarrollados a una velocidad vertiginosa.
I
Mientras en el campo militar, religioso, político, social y cultural (a nivel nacional e internacional), muchas veces las diferencias deben ser dirimidas y los acuerdos negociados en mesas de diálogo o “zonas de distensión” que pretenden tomar el lugar de las armas, los atentados o las bombas suicidas, en el campo del arte pareciera que seguimos entretenidos con los juegos estéticos y el disfrute vacuo de zonas más bien de “distinción” [2]] donde en nombre de metáforas bien resueltas, o de una presumida autonomía del campo de lo estético, se pretende justificar la segregación de responsabilidades inherentes al ejercicio de nuestro trabajo (llámese artistas, curadores, etc.), sobre todo en aquellos casos donde las obras sugieren o evidencian una carga política localizable o más aun, en aquellos trabajos donde personas ajenas al campo del arte, llegan a formar parte de las obras, o a tomar parte en la construcción de ellas.
Estas justificaciones parecen anclarse en la historia de un país donde todo acento político, donde toda operación contextual, donde todo trabajo con lo local, pareciera destinado a ser omitido o invisibilizado por las instituciones y por aquellas voces que han logrado controlar en buena medida, las interpretaciones sobre la historia de la plástica venezolana. Como ejemplo de ello puedo nombrar la omisión del movimiento “Techo de la ballena” en la muestra “Invención de la continuidad”, así como en la mayoría de las muestras y debates anteriores. O la apología que comúnmente se hace de Alejandro Otero en detrimento del pensamiento de Marta Traba. O las polémicas entre los Oteros. Es decir, se continúa de una u otra forma el mantenimiento de un “anillo de seguridad” alrededor de experiencias vinculadas a la geometría, a la abstracción universalista, etc. en omisión de aquellas que colocan su acento en problemas mucho más locales, y de un contenido político que señala y cuestiona las asimetrías del poder en el establecimiento de las relaciones.
Revisando la actualidad, no puedo dejar de hacerme varias interrogantes. Me pregunto por qué en un país que en apenas 12 años, ha vivido la profundización de la exclusión de grandes sectores de la población, el surgimiento de los niños de la calle como problema social de dimensiones considerables, un caracazo en el año 89, dos golpes de estado en el año 92, un juicio y deposición de un presidente, una crisis bancaria convulsionante en el año 93, la redacción de una nueva constitución, el cambio de nombre del país, un nuevo golpe de estado en Abril del 2002, y el paro-sabotaje más largo de la historia del país, ¿por qué en un “escenario” tan dinámico, complejo, y contradictorio como éste, persiste una práctica artística sumamente despolitizada, confinada a los espacios instituidos del arte, y que cuando decide tocar algún aspecto sensible para nuestro contexto (de la plástica, o social, etc.) juega al disimulo y desdibujo de esas zonas potencialmente conflictivas, convirtiéndose por lo tanto en prácticas artísticas formalizadas, domesticadas y en consecuencia, inofensivas y dóciles, incluso respecto a la propia estructura que las contiene, al entramado que hace posible su regulación, difusión, reconocimiento y consumo.
Tanto es así, que en el
contexto de la plástica venezolana, cuando aparecen muestras como la de Javier
Téllez, llena de posibilidades a nivel reflexivo, sobre todo por sus
implicaciones éticas y políticas, parece que nos contentamos con el ritual del
reconocimiento, con la confección visual de las obras, o al menos así lo
parece.
II
Si bien es cierto que los procesos inherentes al campo del arte, (bien sea desde el punto de vista de la producción de las obras, o bien sea por las discusiones académicas que se corresponden con dicha producción), son de un carácter distinto a procesos de una complejidad peculiar como las mesas de negociación palestino-israelí, los procesos de negociación impulsados por la presión que ejerce el movimiento zapatista en México, la mesa de negociación y acuerdos instalada con la participación del secretario general de la OEA Cesar Gaviria aquí en Venezuela, o la “zona de distensión” instalada en territorio colombiano, donde el ejército y los distintos gobiernos que se han sucedido han tenido que emprender delicados y prolongados procesos de negociación con los grupos guerrilleros más antiguos del continente (el ELN y sobre todo las FARC), sirva la comparación, la “imagen de Zona de distensión”, la idea de “espacio de negociación-co-operación”, la imagen de dos o varias partes de un conflicto sentadas unas frente a las otras en busca de soluciones compartidas, para tratar algunos aspectos puntuales del campo del arte.
Son muchas las posibilidades que me sugiere la zona de distensión como metáfora. Por ejemplo, pienso que podría ser útil para revisar los problemas surgidos de las relaciones entre comunidades e instituciones (la zona de distensión como espacio y condición necesaria para la resolución de los conflictos de poder que atraviesan este tipo de relaciones), los conflictos entre la episteme popular y la episteme moderna mas o menos encarnados en nuestros sistemas de producción económica, (la zona de distensión como espacio para la resolución de los conflictos surgidos de la diferencia entre el “homo económicus” promovido por el capitalismo y el “homo convivalis” formado en el entramado cultural popular de gran parte de los venezolanos que habitan en barrios y zonas rurales [3]. Podría servir también para abordar los procesos de constante redefinición de términos en el ámbito académico, y que llegan a ser motivo de lucha por el espacio y el reconocimiento social cuando grupos determinados (no académicos) se los apropian y toman parte en las discusiones (ejemplo: la noción de lo “popular” en García Canclini [4].
Sin embargo en esta
ocasión me limito a dos usos puntuales y que son parte de una propuesta para el
campo del arte. En primer lugar, propongo una lectura de la ZD como imagen de
experiencias facilitadoras de la negociación y cruce de metodologías
provenientes de diversos campos de producción de conocimiento. Y en segundo
lugar, propongo una lectura de la ZD como imagen de experiencias autocríticas
que consideran los problemas de carácter ético y político que se desprenden de
la participación (en dichas experiencias) de agentes “ajenos” al campo del
arte, sobre todo cuando estas experiencias pasan por la institución. O dicho de
otra forma, la ZD como “señalización” –aro rojo- colocado sobre el mapa de las
relaciones establecidas entre los participantes de las experiencias artísticas
y que lleva como nota: “No existe relación neutral. Aquí se han asumido
posturas éticas. Revisar”.
III
Comencé señalando al inicio, que en el campo del arte existe un reiterado intento por justificar la segregación de responsabilidades inherentes al ejercicio de nuestro trabajo (artistas principalmente aunque también curadores, etc.), sobre todo en aquellos casos donde las obras sugieren o evidencian una carga política localizable o más aun, en aquellos trabajos donde personas ajenas al campo del arte, llegan a formar parte de las obras, o a tomar parte en la construcción de ellas. Dije también que esta justificación se hace frecuentemente a nombre de metáforas bien resueltas, o de una presumida autonomía del campo de lo estético. También hay quienes la justifican en la preponderancia de la subjetividad en la obra de arte, lo cual nos lleva irremisiblemente a la zona del todo vale. Pero esta justificación a mi modo de ver no es otra cosa que una omisión engañosa que ablanda todo posible contenido reflexivo y crítico de las obras y experiencias, y en consecuencia anula la posibilidad de todo compromiso abierto del artista con su propia reflexión crítica.
Pero adentrándonos más específicamente en lo que respecta a la incorporación de personas ajenas al campo del arte en la construcción de las obras o como parte de ellas, suelen aparecer justificativos vinculados a los problemas de la autoría, (el cual es un problema político) y sobre todo a las limitaciones o imposibilidad de la distribución o dispersión de dicha autoría.
Así nos encontramos con que algunas veces se nos dice que no debe exagerarse en preocupaciones éticas si las obras resuelven bien en lo simbólico, en lo metafórico, la reflexión que proponen. También se nos argumenta que esas consideraciones son de orden antropológico o de cualquier otro campo del saber más que artísticas. También hay quienes señalan que todo esfuerzo por dar voz a esos otros ya no tiene sentido una vez que esta demostrado que es imposible que esos otros se representen a sí mismos en el campo del arte, o incluso, cuando las reflexiones tocan el problema de la autoría, se nos dice que no tiene sentido hablar de la disolución del autor ya que el sistema requiere, y no es posible que sea de otra manera, la figura autoral para el sostenimiento del campo en aras de su legibilidad, es decir, se requiere de la clasificación y ordenamiento de las experiencias para poder nombrarlas y eso hace ineludible la ubicación del autor.
Si bien es cierto que señalamientos como estos pueden contribuir para la discusión de las estrategias que diversos artistas implementan hoy en la realización de sus proyectos, es necesario señalar a su vez, que tales aseveraciones serían inaceptables en tanto se pretenda justificar con ellas la tranquilidad y facilidad con la que se suele incurrir en prácticas verdaderamente colonialistas por parte de los artistas.
En este sentido me atrevo a señalar, que si bien estas consideraciones son pertinentes y nos ubican en el contexto de la producción de la obra de arte en la sociedad capitalista y de consumo occidental, y más aun, reconociéndonos como integrantes de las dinámicas que heredamos de este contexto político y social, señalo como necesidad fundamental, promover experiencias que mantengan la tensión de este conflicto, al menos señalando estas limitaciones en cada una de las experiencias que se vinculen con este tipo de problemas. Pero además es necesario, a riesgo de la incomprensión o descalificación, ampliar nuestras prácticas de modo que ellas no sólo sean localizables en el campo del arte, y que en esos otros contextos a donde pertenezcan las experiencias, sea asumida y más aún construida por otros actores que en su accionar rebasen nuestra posibilidad de control sobre dichas experiencias. Así aparece la importancia de lo incontrolable y del desbordamiento en la gestación y construcción de las obras, o como prefiero llamar, en las experiencias de creación.
Otro aspecto a considerar dentro de esta propuesta, implícito en los planteamientos anteriores, tiene que ver con que estas experiencias sean construidas “desde la relación” y no desde esa creencia individualista que afirma que el “yo” consciente, es el que puede significar y comunicar ese significado a través de imágenes, textos o la palabra oral. Por otra parte, se nos ha dicho con frecuencia que todo esta en el lenguaje, pero el lenguaje no es posible sin el intercambio humano, que es quien le otorga (al lenguaje) su capacidad de significar.
Concluyo este aspecto
afirmando, que no es posible señalar las limitaciones impuestas por el problema
de la autoría, ni es posible propiciar experiencias incontrolables o
desbordadas, ni es posible tampoco construir situaciones desde la relación,
sino concebimos esas experiencias como zonas de distensión, donde se discutan y
negocien los conflictos emanados de los diversos saberes que concurran. En este
sentido, lo transdisciplinario, y lo extradisciplinario, constituyen dinámicas
susceptibles a ser tratadas como juegos de co-operación, en procesos de
reacomodo de las epistemes, de las metodologías, por más incómodos y molestos
que puedan ser estos procesos.
IV
Javier Téllez: de “La última cena” al “León de Caracas”: ¿colonialismo o crítica a la reclusión?
En la muestra Un artista del hambre, Javier Téllez abre el panorama de una producción artística que pareciera buscar construir sentidos en diálogo con contextos distintos al campo del arte, tal vez por tratar de entender mejor al campo mismo, tal vez como veredicto de unas imposibilidades impuestas por los mecanismos del propio sistema artístico, tal vez por interés en participar del entramado de sentidos que se producen en el tejido social, valga decir, no restrictivo al campo del arte. Cualquiera que sea el caso, la muestra me sugiere algunas interrogantes que a mi juicio, merecen una respuesta, no sólo por parte del artista, sino por parte de todos aquellos a los que nos interesan las problemáticas sugeridas por tales interrogantes.
En primer lugar, en lo que respecta al video de La última cena, la metáfora se desarrolla con fuerza, ironía y sutileza hacia el campo del arte, este es su auditorio natural al cual se le conoce con precisión y se le entrega este material que entre otras cosas, lo confronta hasta cierto punto con sus propias limitaciones a la hora de articularse con “otros” mundos de sentido, y a la hora de revisar los problemas de la exclusión desde una perspectiva amplia. Sin embargo, me surgen algunas interrogantes. ¿Qué le dice esta experiencia a las personas con las que la realizó?. Más allá de lo que pueda decirle, ¿qué posibilidades de diálogo existen con esas personas? Pero tratándose de personas consideradas “enfermas” ¿cuál es el compromiso real del artista con la situación de estas personas más allá de la sala de arte?
Desde la perspectiva del arte estas interrogantes sobran, puede argumentarse que es perfectamente legítimo que un artista construya sus metáforas del modo que mejor lo considere y que no tiene ninguna obligación más allá de lo que su rol determina. Sin embargo y a pesar de lo extendido y aceptado de estos argumentos, nos asaltan esas interrogantes como posibilidades de desplazamientos a territorios inexplorados desde la “ortodoxia plástica”, para quien estas interrogantes serían indeseadas debido a las posibles complicaciones que toda situación fronteriza genera, en este caso, por las implicaciones epistemológicas que tendría construir experiencias desde la relación. También estas consideraciones serían indeseadas, por las interpelaciones de carácter ético, que suelen socavar las bases de la despreocupación artística en términos de relaciones específicas, en contextos específicos, ya que no existe relación ingenua y no es posible concebirla -la relación- sin considerar su dimensión política.
Como señalé antes, esta obra nos plantea la interrogante básica de, ¿cómo está considerando el artista a aquellas personas que nos presenta en sus videos? Ésta, en apariencia insignificante pregunta, tiene relevancia si consideramos que en Venezuela, casi un siglo después que en Europa, pero antes que en Lima, ha venido sucediéndose un proceso de desinstitucionalización del enfermo mental, consistente en sacar al enfermo mental de lugares de reclusión permanente, proceso vinculado al impacto del movimiento de la anti-psiquiatría francesa e italiana que documentó profusamente la escasa repercusión de la reclusión en la remisión de la enfermedad. (Creo que quedan algunos reductos de la reclusión como el hospital del Lídice y en el que trabajó Téllez. Si esto es así, se me impone la necesidad de entender este trabajo no sólo como un cuestionamiento del “manicomio”, sino como un compromiso ético con el cuestionamiento emitido y con las personas (enfermos) con los que se trabaja, y por otro lado, el reto de un trabajo conjunto con personas que aunque enfermas, se les reconoce hoy –al menos es la idea- su condición de ciudadanos. En otros términos, no podría ver un cuestionamiento al manicomio, y a la vez, el uso colonialista de las personas recluidas. Creo que este trabajo se haya al filo de esta disyuntiva y por eso es interesante debatir sobre ella.
En el caso de la obra León
de Caracas, encuentro en ella una poderosa imagen que se resuelve bien en
lo metafórico, y donde se diluye un poco el problema ético al desligarse de las
implicaciones de la “relación”. El artista no necesita otra cosa que pasear un
león disecado por un barrio caraqueño, y al proyectar esta acción en una sala
de arte, aparece una fuerte e irónica metáfora que se basta a sí misma. Los
problemas de relacionarse con quienes allí viven, más o menos se pueden limitar
a una solicitud extendida por el artista a esos habitantes, buscando su
autorización para la realización del ejercicio. Más no es imprescindible
dialogar con ellos acerca de la finalidad de tal acción, ni de preguntarles
sobre su visión de la misma, ni si quieren participar en ella y mucho menos
preguntarles o proponerles su intervención. Ahora, cabría preguntarse si esta
“ventaja” pudiera constituir a su vez, su confinamiento al recinto del arte.
Sería interesante saber cuál fue la respuesta que el artista le dio a la gente
de la comunidad cuando le preguntaron (siempre hay quien se atreve a preguntar,
y aunque no lo expresen lo piensan) sobre la finalidad de tan particular
procesión.
Esa respuesta revelaría
mucho acerca de hacia cual audiencia trabaja el artista.
V
David Palacios: Zona de distensión
En esta obra de David Palacios encontramos innumerables posibilidades de abordaje. Desde las consideraciones vinculadas a la apropiación crítica de metodologías de investigación museísticas [5]] por parte del artista, y la crítica al sistema de valoración que el campo del arte le confiere a sus objetos “fetiches”, hasta la revisión de los mecanismos sociales que hacen posible la aparición del “creador” como productor reconocido de esos fetiches, es decir, la revisión de la constitución del campo artístico como ente encargado de reproducir permanentemente la creencia en el valor del arte.
Podemos entonces abordar a ZD como un reclamo a un campo que ha tenido que pagar el precio de su “auratización” del objeto, y de su pretendida autonomía, con una alta cuota de olvido, de divorcio respecto a su referente, respecto al mundo social en el cual se sustenta su actividad. Un reclamo a un campo convertido en centro de reclusión para esquizofrénicos, como posiblemente sugiere Téllez en su trabajo.
Pero lo que a primera vista parece una crítica que vacía de sentido a las prácticas y creencias del campo del arte, una segunda mirada parece indicar que ZD, como su nombre lo sugiere, es a su vez una propuesta de “resolución del conflicto”, “un espacio abierto para dirimir diferencias” y para intentar reinventar los tejidos que nos hacen a todos: trabajadores de una fábrica de ladrillos, empresarios, artistas, curadores, etc. parte de un complejo cultural, donde posiblemente todos estamos de alguna manera enajenados, pero donde podemos ir reencontrándonos, asumiendo nuestros propios conflictos como sociedad y como campo.
Así, Palacios elabora un material “didáctico e informativo” que constituye un “puente” entre dos territorios que aparentemente se desconocen. Un instrumento sencillo y efectivo dirigido a los trabajadores de la fábrica de ladrillos (obreros, ingenieros, personal administrativo, etc.) donde vincula su producción, a la producción de un campo al que se supone no conocen (el campo artístico “contemporáneo”). De hecho, el interés que muchos de los trabajadores muestran sobre este material, y sobre la información colocada en esa especie de “cartelera con ruedas”, evidencia que el ejercicio pudo lograr su objetivo, que pudo hasta cierto punto “iniciar el diálogo”.
Pero además de que este material se constituye en el puente, en la “negociación” inicial para una “relación” entre campos y personas pertenecientes a cada uno de esos campos, constituye a su vez un testimonio, una evidencia del modo en que tales vínculos se han producido. Así, no sólo vemos en sala un video de un trabajador “involucrado” en una experiencia de arte, sino que podemos ver en qué condiciones y de qué modo se involucró ese trabajador.
Si consideramos que con cierta frecuencia, cuando los artistas tratan de cuestionar los mecanismos de poder, suelen reproducir en sus trabajos esos mismos mecanismos [6], esta experiencia nos plantea una metodología transparente que permite la discusión de sus posibles zonas defectuosas, o limitaciones, asumiendo una postura frente a esa práctica tan corriente de artistas y curadores de “maquillar” u omitir información como garantía de una lectura “exitosa” de la experiencia.
ZD, a mi modo de ver, introduce la necesidad de considerar cuál es la ganancia de cada uno de los involucrados en la mesa de diálogo como centro de la Zona de Distensión. Y considerando la complejidad en las relaciones entre diversos campos de producción, también nos plantea la necesidad de revisar cuál es el esfuerzo y el sacrificio que han debido realizar las partes –campos- involucradas.
Queda así la interrogante sobre la intención o no del artista de asumir su hacer “en la cultura” y no sólo en esa área de ella que solemos llamar “arte”. Lo que implicaría en este caso, profundizar estos vínculos con los trabajadores de manera que ellos pudieran apropiarse de la experiencia y recrearla o replantearla en términos materiales o discursivos [7], entrando así en un territorio efectivamente dialógico.
Notas
[1] Con la noción de “experiencias de creación” me refiero a trabajos donde la producción de situaciones contextuales y reflexivas no restrictivas al campo del arte, priva sobre la idea de “calidad del objeto” artístico. Estas experiencias pueden producirse a lo interno, o a lo externo de los marcos institucionales. O pueden producirse en el desplazamiento y cruce Inter.-contextual de dichas experiencias, para lo cual se requiere por lo general, de la creación de las condiciones facilitadoras de la transdisciplinaridad y la extradisciplinaridad.
Es importante señalar que esta noción que presento es apenas un esbozo no discutido suficientemente entre quienes lo hemos estado usando y donde de entrada algunos objetan el término “experiencia” por sus connotaciones fenomenológicas. Todo esta por discutirse.
[2] Es necesario aclarar que toda “zona de distensión” lleva implícito un acto de “distinción”, reconocimiento o beligerancia por parte de lo instituido y a escala internacional, sólo que en estos casos la visibilidad deseada más que un fin en sí mismo, persigue objetivos reivindicativos de naturaleza racial, religiosa, social, política o cultural.
[3] Alejandro Moreno realiza este análisis con suficiente detalle en sus libros “El aro y la trama”, y en “Historia de vida de Felicia Valera”. También lo trabaja en el cuadernillo sobre “la Familia popular venezolana” publicado por el Centro Gumilla.
[4] En el libro Culturas híbridas, Néstor García Canclini desarrolla el análisis sobre los conflictos entre las distintas definiciones y usos que históricamente se han venido producido sobre lo “popular”. Folcloristas y antropólogos, comunicólogos, sociólogos, partidos políticos, etc., han desarrollado propuestas opuestas y que incluso, han generado intentos de unificación como son por ejemplo la “teoría de la reproducción” y la concepción neogramsciana de la hegemonía. Innumerables grupos comunitarios, artesanales, indígenas, etc., han asumido el término y participan intensamente de las luchas por su interpretación, ya que se considera como imprescindible en la creación de una identidad que posibilite la fuerza para el logro de sus reivindicaciones.
[5] El artista se dedicó a clasificar y contabilizar de modo bastante detallado, una enorme cantidad de artistas que por diversas razones han incorporado al “ladrillo” como material de trabajo para sus obras. Pero lo que llevó a este procedimiento al punto del absurdo, fue la contabilización de ladrillos en cada propuesta. Para esto debió contar uno a uno cada ladrillo, incluso en obras donde el ladrillo es representado.
[6] Como ejemplo vale recordar la serie “Acciones remuneradas” de Santiago Sierra (México), donde le paga a muchachos de un estatus marginal para que se masturben frente a la cámara, o donde le paga a los obreros de una galería para que sostengan durante cuatro horas una pared de madera a sesenta grados del piso, mientras la gente que fue la “muestra” degustaba buenas bebidas y reproducían los rituales propios de una “inauguración”.
[7] Cabe señalar que la relación del artista con los trabajadores de la fábrica, varía de acuerdo a su posición en ella. Así por ejemplo, la vinculación del ingeniero quien es el encargado de la fábrica, es mucho mayor que la de los trabajadores de planta. Esto puede entenderse de varias maneras. Por una parte podemos pensar que el ingeniero por ser jefe, tiene una mayor libertad para decidir involucrarse en una actividad ajena a la rutina de la planta, más aun cuando se trata de horas laborables. Por otra parte, la integración del ingeniero en la experiencia se debe a que evidentemente es una persona que valora su trabajo y parece estimularle cualquier ejercicio que le brinde la posibilidad de verlo de formas distintas o ampliadas. Un trabajador de planta por el contrario, aunque le interese una experiencia como esta, necesita la autorización de su jefe para involucrarse en ella. Lo mismo podríamos decir del personal administrativo. En todo caso, este tipo de apreciaciones podría ser útil para el diseño de nuevas experiencias.
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