Morella Jurado Capecchi. 2006. El que tenga ojos que vea

 

Morella Jurado Capecchi. 2006. “El que tenga ojos que vea”, Charla presentada en la sesión "¿Existen autoridades en el arte contemporáneo?", del Foro El rol de las artes  y de los artistas en nuestra sociedad actual, Caracas, Fundación Celarg, Sala C, 22 de febrero de 2006.

 

Compatriotas, muy buenas tardes a todas y todos.  

Primero quiero agradecer muy especialmente a ustedes, por apartar un rato para acompañarnos en este esfuerzo compartido por repensar y compartir semblantes y paradigmas centrales (de y para) nuestra política cultural y, de manera más particular, de nuestra política y nuestra praxis de las artes visuales en Venezuela en su inscripción dentro de nuestra realidad cultural.  

En segundo término vayan mis más efusivas gracias al Celarg, al Instituto Armando Reverón y a todos los organizadores de este evento. Unos y otros, por una razón (que aún desconozco) tuvieron la ocurrencia, la gentileza y, acaso la osadía de invitarme.  

Mi ponencia se titula “El que tenga ojos, que vea”. Intentaré explicar en lo adelante por qué. En cuanto que artista plástico, mi invitación es, pues, a ver; y en cuanto que sujeto crítico, a que nos miremos críticamente, desde luego.  

Esto que voy a decir no es un secreto: para la gran mayoría de los creadores que vivimos en Venezuela habitualmente zambullidos entre los vericuetos de la calle y el taller, resulta casi insólito poder alternar, y ojalá contribuir a propiciar un debate fructuoso con teóricos, críticos, galeristas, curadores, profesores, investigadores, burócratas y demás curiosos de las artes plásticas.  

Antes de comenzar mi reflexión preciso aclarar que mi aproximación hacia cada una de las cuestiones a que me referiré está enmarcada, posicionada y tamizada por mi condición de artista, de mujer, de madre, de venezolana, de latinoamericana y de activista político, social y cultural progresista, de izquierda, esto es, de defensa activa de los actores más débiles dentro de la sociedad en que hago praxis.  

Carpe diem, reza el adagio latino que traduce: ¡aprovecha el día! Vayamos pues al grano. Hoy he sido instigada a brindar mi personal mirada crítica sobre este par de cuestiones: 

1. ¿En caso de que existan, quiénes son hoy las autoridades que valoran las obras de arte: críticos, curadores, teóricos, galeristas, artistas?  

2. ¿Cuáles serían los criterios y conceptos predominantes en la valoración de una obra? 

3. A este par de interrogantes añadiré una cavilación además sobre cómo y sobre la base de qué supuestos criterios me parece que suelen actuar estas presuntas autoridades e instituciones justipreciadoras de la calidad del trabajo plástico.  

A estos fines, y con su debido permiso me permitiré invocar un conocido aunque tal vez exiguamente comprendido relato de Jorge Luis Borges: La lotería de Babilonia.  

En la devota y ancestral ciudad de Babilonia, según Borges, hubo un curioso tiempo, hace muchos siglos, en que para garantizar la supervivencia de su negocio, los administradores de la lotería de esa ciudad se vieron precisados a introducir algunas mejoras.  Atendiendo a la profunda devoción del pueblo babilonio, y a la caída en picada de las ventas de los billetes, vieron la utilidad de que el juego trascendiera su fin escuetamente pecuniario para alcanzar un sentido moral. Fue así como decidieron no premiar a secas la ilusión económica de los hombres, esto es, su esperanza. Y optaron por premiar el más vasto conjunto de las complejas, y más elevadas facultades del hombre. Yuxtapusieron así a los billetes de lotería faustos, que usualmente se traducían en premios en metálico, billetes de lotería infaustos, por medio de los cuales se imponían multas, penas de cárcel, se ordenaban azotes, mutilaciones e inclusive, la muerte. El rápido y sostenido incremento de las ventas (y de las utilidades para la Compañía) a la postre los llevó a eliminar los premios faustos, distribuidores del vil metal, para instaurar un régimen de premios en su casi totalidad funestos. El resultado terminal a que condujo esta completa reingeniería de la Compañía de lotería la llevó a esta situación: 

En primer término, (se) logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. En segundo término, (se) logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de los magos. Una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos (62).  

Así, a semejanza de los criterios preferidos por tal vez no pocos especialistas en artes plásticas en nuestro país, o como diría Chávez, de los sesudos analistas en criterios curatoriales, a semejanza de éstos en su tiempo, los administradores de la lotería de Babilonia se hicieron conocidos porque:

Sus pasos, sus manejos, eran secretos. (Y porque) para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y espías (63).  

Y así, muchos de los artistas venezolanos de hoy, como, en su tiempo, los fundamentalistas babilonios del relato de Borges, pareciéramos obligados a padecer siempre un déficit de raciocinio especulativo. Déficit que, a su vez, nos condena a asumir, casi religiosamente, los dictámenes del azar. Y así, como nos refiere Borges, parece que entregáramos a esta lotería nuestra vida, nuestra esperanza y nuestro terror pánico. Pero sin atrevernos nunca a investigar las honduras de las leyes laberínticas de la institución que nos tasa, ni a cuestionar jamás las esferas giratorias que la revelan. Precisamente porque: “Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía” (64). Por ello diríamos que, parecido a lo que ocurre en esta curiosa lotería babilónica, en la curaduría venezolana: “(…) también se ejerce la mentira indirecta. Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, (que) provoca toda suerte de conjeturas” (66).   

Veamos el accionar de esta virtual lotería en un caso concreto. En el reportaje del diario El Nacional, publicado el pasado domingo 19 de febrero en el cuerpo B, de la sección cultura y espectáculos, bajo el título: “Obras al calor de hoy”, se informa que: “se solicitó a seis curadores del país la escogencia de diez artistas contemporáneos venezolanos, cuyas obras revistieran un interés notable como propuesta de investigación”.  

Al igual que en la Lotería de Babilonia nadie sabe quién formuló esta solicitud de escogencia, para qué fines, ni mucho menos con qué criterios fueron elegidos los curadores que a la postre habrían de elegir a los artistas. Lo único que se aclara es que, de los curadores, 2 trabajan para el Estado (Celarg y MAC); 2 lo hacen para instituciones privadas (colecciones Cisneros y Mercantil); y 2 curadores son definidos como “independientes”. Ahora ¿qué se quiere decir exactamente aquí con este nominativo: curador independiente? Una opción es que el periodista quiera designar a estos profesionales como trabajadores por cuenta propia (nominativo que usualmente emplean instituciones como la Organizaron Internacional del Trabajo). La otra posibilidad que cabe es que el periodista haya querido evitar caracterizarlos como trabajadores informales, tal como regularmente estila la prensa para designar a los buhoneros, quincalleros, ambulantes, bisuteros, marchantes, etc. En este caso, la opción nominativa preferida por el comunicador es la de apelar al eufemismo como forma de salvar la virtual condición de desempleo de estos dos curadores. Ahora, ¿por qué no se le llama a los doctores en medicina médicos independientes? Fácil. Porque los médicos se deben al libre ejercicio de su profesión. Esto es, salvar vidas o aliviar enfermos. Pero el curador de arte es, casi siempre, por definición, una caja de resonancia de los discursos del poder mercantil y simbólico al servicio de quienes trabajan (o al de aquéllos a quienes representan). Así las cosas, y al igual que para el caso de la Lotería de Babilonia, no existiendo criterios de valoración públicamente definidos, ni claridad última en torno a quién en definitiva representa el curador o para qué o quién trabaja, el resultado de esta suerte de sorteo es un hueco negro. Salvo los administradores de la lotería (y sus debidos representantes en el sorteo), nadie conoce a ciencia cierta los intríngulis que llevan a uno u otro resultado.  

Ahora, a diferencia de la Lotería de Babilonia, en cuyos sorteos concursan todas las bolitas con todos los respectivos números, en este caso son los jueces los que eligen las bolitas con opción para participar. 

Los únicos criterios explícitos que confiesan seguir este puñado de curadores reseñados en El Nacional, es que:

1.    Cada uno de ellos selecciona a sus candidatos sobre la base de criterios diferentes, y

2.    Que la totalidad de las veces el criterio personal de cada curador responde a los personales proyectos de investigación de cada cual.  

Por si esto fuere poco, tal como afirma Carlos Palacios, curador de la colección Diego Cisneros: “Creo que el peso de su instrucción ha hecho que (los artistas) asuman la curaduría como un eje conceptual al que se deben ajustar”. Esto es, que en lugar de que los curadores investiguen la naturaleza y hallazgos de cada artista y su inscripción o no en el surgimiento de nuevas corrientes, la cosa marcha al revés. El artista debe andar pendiente de la agenda teórico-gustativa de los curadores de turno para dócilmente plegarse a la supuesta validez con que los éstos esperan obras y propuestas a la altura de su paladar. 

Debo precisar. Cuando apelo a este ejemplo concreto no me estoy refiriendo a ninguna persona o institución en particular, cuanto al mecanismo de discurso (en este caso teórico-valorativo de la expresión plástica) como voluntad de verdad, esto es, de poder. El ejemplo al que apelo es tan sólo un pretexto dramático. Y perfectamente pudimos tomar casi cualquier otro proceso de selección de bienal, salón o concurso. Como en la Lotería de Babilonia, los administradores se mantienen fuera del régimen de visibilidad mientras los ganadores de cada concurso aparecen sonrientes frente a la maquinilla fotográfica que corrobora la autenticidad de la premiación.  

Y, al igual que en la Lotería de Babilonia, en este sorteo también hay premios infaustos. En el primer caso, según Borges los premios infaustos eran: “la mutilación, la variada infamia, la muerte”. En el caso de nuestros muestrarios consagratorios y salones de arte, los premios fatídicos son: la mutilación de la promoción justa de valores artísticos, la variada infamia hacia la originalidad y estilo único de cada artista; y, en definitiva, la muerte de la diversidad y especificidad de generaciones, y tal vez, de los rasgos distintivos de una corriente autóctona aún embrionaria.  

Pero, a diferencia de los antiguos Babilonios quienes adoraban a la lotería por sus virtudes virtualmente divinas, en nuestro caso, cabe preguntarse, ¿por qué los artistas soportamos calladamente el accionar de este régimen de exclusión-castigo?. Una opción es que los artistas somos en su mayoría unos masoquistas, empeñados en trabajar laboriosamente durante años, décadas o la vida entera, para obtener como laurel de todo ese esfuerzo, el permanecer ilustremente desapercibidos.  

La otra opción es que el creador, al igual que El artista del hambre de Kafka,  guarde la esperanza, después de años, que alguien venga a mirar el estético espectáculo de “un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, (y que el dueño del circo) puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador,  si sus pretensiones son modestas, naturalmente”. 

La tercera posibilidad es que la exclusión no se produce porque los artistas sean masoquistas, que los hay, ni porque de una manera u otra en su mayoría le hagan el juego a un sistema sádico. La exclusión se produce porque los artistas saben, o al menos intuyen, que contra sus propuestas simbólico-culturales, se levanta las cambiantes pero siempre persistentes fauces del poder. Saben o al menos intuyen que el poder no es algo que el individuo cede graciosamente al Estado, que es la tesis en que se soporta la concepción contractual jurídico política.  

El poder es una compleja relación de fuerzas. Es una situación estratégica a la que ha llegado una sociedad determinada en un tiempo determinado. Por eso, como lo vio Foucault, el artista sabe que en cuanto que el poder no puede ser ubicable en instituciones concretas, es decir, en tanto que el poder está atomizado en una compleja red de instituciones y discursos dominantes, el poder no es solo ni principalmente coacción sino consentimiento.  El poder es relación y por tanto está en todas partes. Es decir, el artista también está atravesado por el poder. Y así, el mismo poder que lo reprime es paradójicamente la fuente en la que el artista bebe para producir sus efectos de verdad y producir su propuesta de saber. No obstante el artista sabe, o intuye, que en algún punto, al igual que Kafka, quien murió dejando toda su obra inédita, el artista apuesta a que no todo está perdido en su relación conflictiva con el poder saber disciplinario que el Estado pone al servicio del capitalismo y el capitalista.  

Como Foucault lo entrevió en sus últimos trabajos, es posible escapar, al menos parcialmente, de la jaula del saber-poder por vía del accionar de un nuevo tipo de poder constituyente. Es el poder de la gubernamentalidad que, según el pensador y activista político francés, permite, en ciertos contextos, activar un gobierno de los ciudadanos, protagonizados por ellos mismos, capitalizando así la negatividad de los saberes que el sujeto ha generado en instituciones represivas como la familia, la escuela, la clínica, el psiquiátrico, la prisión y ¿por que no?, habría que añadir, en el museo. 

Cada expresión artística pasa a ser así, entonces, por más obliterada que esté por las instituciones de poder, un documento de resistencia. El artista refuta de esta forma, la efectividad del Panóptico, esa cárcel ideal que postuló el teórico de sistemas penitenciarios Bentham como dispositivo carcelario ideal, desde el que era posible observar meticulosamente todo cuanto sucediera en un penal sin ser visto por los presos. Bentham postula así la efectividad de un régimen de visibilidad desde el que es posible reprimir silenciosa (y eficientemente) cualquier mínimo gesto de subversión.  

Así, en la humildad de cada propuesta artística, esto es, por ejemplo, en  el discurso plástico de un pintor popular, podemos ver una respuesta al discurso de poder burocrático de la administración, de la medicina, del psicoanálisis, de la crítica de arte. En suma, de todo el aparato institucional y discursivo que, en definitiva lo excluye del circuito de circulación, valoración y consagración. Lo excluyen de la mirada del público, esto es del poder de relación. 

Cuando el artista persiste en seguir produciendo un arte al margen de todo régimen de visibilidad celebrado por la crítica, todo artista relegado pone en cuestión la premisa de que todos los periodos de la historia poseen determinadas condiciones de verdad que zanjan lo que es aceptable o no. La ley promulgada por la crítica oficial, puede prohibir que el artista entre a un salón o aparezca en las páginas culturales consagratorias de El Nacional, pero al interior del taller, el poder no tiene poco o nada que decir.  

Por eso, si admitimos por ejemplo que Reverón es un pintor estéticamente aceptable y su propuesta valida incluso hoy día, ¿como podría ingresar al régimen de visibilidad-aceptación del  curador Félix Suazo?, cuyos criterios de validez se subsumen en sus líneas de investigación muy personales, a saber: “la referencia contextual, orientaciones de genero en video y performance, reformulación de la tradición constructiva, imagen y memoria, discursos pictóricos con énfasis en la expresión, relación arte y tecnología, y cuerpo e indagaciones en el espacio”. Nominaciones éstas no menos etéreas, abiertas y cenagosas, solo comparables a las especulaciones arbitrarias sobre el destino que nos indican los horóscopos de algunas revistas dominicales. 

Esta manera aparentemente eficaz de estudiar un fenómeno, dividiendo y subdividiendo en partes para luego unificar en casos generales y definir corrientes que se convierten en discursos como voluntad de verdad asumen el poder de construir dominios, mediante los cuales hacen posible negar o afirmar verdades irrefutables. Quien tiene a cargo construir la premisa, asume el poder de zanjar la verdad valorativa.  

El discurso cultural sigue siendo el campo de los especialistas, perpetuando divisiones entre sujetos intelectuales que hablan y los objetos ciudadanos a los que se les habla. 

Foucault imaginó el papel del intelectual como algo orgánico, no alguien que habla en nombre de las personas, sino alguien que interactúa con la sociedad. 

Este trabajo quiere ser, en primer lugar, un llamado de atención al oficio de la crítica. Un llamado para que ésta reconstruya sus fronteras. Una invitación para que estimule una mayor actitud de escrutinio, de alerta reflexiva y de presión social de sus audiencias en torno a los mecanismos que rigen su propia producción de verdad. 

Propongo la construcción de una práctica teórica capaz de renunciar a su papel evaluador, explicativo y señalador, para contemplarse a sí misma estéticamente como momento creativo en resonancia con los sujetos. Para contemplarse a sí misma como un aporte solidario de   acompañamiento, de inspiración cuestionadora, de campo fertilizado que permita que el espectador articule, de cara a la obra de arte, una respuesta y una conducta, que le ofrezca la posibilidad de existir como sujeto. 

En la pesquisa y encuentro de ese espectador, el campo teórico-crítico debe abrirse paso al llamado insistente a la búsqueda, muestra, promoción y seguimiento del rico abanico de posibilidades plásticas que pueblan este país. 

La institución revolucionaria debe abandonar el papel regulador, racista, montador de eventos, eyaculador de dádivas y manager de funcionarios públicos de las instituciones culturales, para abocarse a facilitar el surgimiento de nuevos espacios de democracia visual participativa. 

La invitación para el ciudadano es a que asuma que la cultura es, por definición, un espacio de y para la resistencia activa. Y en este momento de cambios los artistas estamos llamados más que nunca a ser los protagonistas de la construcción de los fundamentos de una nueva defensa, valoración y promoción de nuestro trabajo. Por ello, aprovecho los últimos segundos que me quedan para llamar a todos los actores culturales de este país, que de alguna manera u otra somos todos los venezolanos, a que protagonicemos una refundación jurídica, pero también de la praxis de la hechura cultural colectiva de nuestro pueblo. 

Quisiera concluir estas notas sobre plástica, crítica y política cultural, refiriendo las cuatro versiones que según Borges presumían los babilonios en torno a la Lotería, opciones que pudieran ser a la par aplicables a la praxis curatorial y a la política cultural en Venezuela. 

Versiones:  

1) La Lotería hace siglos que no existe, nuestro desbarajuste sería así genético y ancestral,  

2) Que la Lotería es eterna,  

3) Que la Lotería es omnipotente, pero que sólo se ocupa de menudencias,  

4) Que la Lotería no existió jamás ni existirá. Y por último,  

5) Que no tiene caso afirmar o negar la existencia de la Lotería, ya que Babilonia no es sino un infinito juego de azares.  

 

Bibliografía 

Borges, Jorge Luis. Ficciones. Buenos Aires: Oveja Negra Editorial. 1984. 

Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI. 2000. 

----------------------. El orden del discurso. Tomado de página Web: www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/tallfouc.pdf 

El Nacional. “Obras al calor de hoy”. Cuerpo B. Pág. 14. Domingo 19-02-06.  

 

Morella Jurado

morellajurado@walla.com

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