Gustavo Mérida y Daniel Pradilla
El prójimo y yo. Poemas leídos
3 y 17 de noviembre de 2001
Acción corporal realizada en el marco de la exposición En la mira: el derecho a la diferencia. Más allá del bien y del mal, presentada en Sala RG, Fundación CELARG, Caracas, 25 de octubre al 18 de noviembre de 2001
La maquinaria entra en servicio
para vender una carnicería en trocitos
convertir el luto en obligación.
Empieza la persecución de los inconmovidos
indolentes traidores a la humanidad
aprenderán a sentir lástima por un genocida
o serán reducidos a polvo
por la unidimensionalidad del terrorismo de estado.
Quien no se pliegue al dolor
será perseguido, colonizado, brutalizado
justo merecedor de desastres naturales
que los acrónimos de tres letras
reseñarán en treinta y cinco segundos
con sólo una repetición.
Daniel Pradilla
TRAGEDIA
La desnudez aterra
porque la madrugada acecha
y el sueño no es reparador
y no hay ninguna revelación
en medio de todo ese ruido.
Alguien tiene que contar a los muertos
uno por uno,
todos tienen algo para contar
o descontar
Los periodistas escriben para el Pulitzer
y hasta logran una que otra lágrima
de algún lector desprevenido
a todos los kilómetros de distancia.
Turismo a destiempo
tiempo sin esperanzas
preguntas obligadas
historias enmudecidas
de lejana seguridad
ignorancia vital
hambrienta
estruendosamente cercana.
Gustavo Mérida
Muy sencillo señor presidente
hemos descubierto que las explosiones
y el peso de los muertos
incrementan la energía potencial
que mantiene a la tierra girando.
Como verá, la nuestra es una labor social.
Daniel Pradilla
Está la duda del cielo. La circunstancia del amor.
Está la dificultad de la coherencia. La nostalgia de la muerte.
Están bombas y comidas, listas para llevar.
Lo disperso de la palabra, lo inútil de lo entreabrir
la similitud de la ignorancia de interior apacible
la inevitable suspicacia del otro lado del espejo
los lugares comunes a destiempo
el imprescindible soliloquio
la multitud repetida y dispersa en todos nosotros
lo atroz que se atraganta
lo definitivo que nos roza
el sudor añejo que refresca a través de los barrotes de otros
la necesidad suicida de aire
lo contundente del desperdicio
la sonrisa desde la cama
la cama ordenada o en perfecta revuelta de sucesos
el temor al terror dentro del patio, dentro del país o del planeta
el mirar y cerrar los ojos y seguir mirando trozos de humanidad desperdigada
en tantas cuencas de nombres irresolutos
y todo eso, y menos, y más.
La duda.
La circunstancia.
El final.
Gustavo Mérida
pedirle a un militar y a un guerrillero
que depongan sus armas y negocien
es arrebatarle juguetes a un niño
y obligarlo a usar la imaginación
Daniel Pradilla
Un error de 500 años
sin conciencia, sin saliva.
Dos detalles salvan la profundidad.
En cada fantasma de reojo
surge entonces, metódico
el suspiro verbal desde la punta de cualquier escenario
y se derraman lágrimas y sonrisas
y todos los fluidos antagónicos.
Una pausa, quizás un destierro
un sofoco de auxilio, una miga de pan, un vacío estrepitoso.
La sombra en lentitud
la vacación en desconsuelo
la presa confusa, el niño podrido
la chimenea absurda
los brazos cruzados, en catarsis.
Mírense.
Gustavo Mérida
Te escribo desde una trinchera
tendido al lado de una bala ennegrecida por la sangre y el sol.
Desde mi observatorio en esta lluvia de balas y gritos veo como te alzas impávida vertiginosa haciéndome minúsculo.
Serranía de mirada altiva, tú lo has visto todo, tú eres inamovible, tú estas allí contemplando. Quisiera susurrarte amor y trazar mis pasos por donde ningún humano lo ha hecho antes.
Daniel Pradilla
PAÍS
Hace frío
y no hay café ni cobijas ni miradas
temor íntimo
apurado y apretujado
entre la desmemoria del orgullo
y todo lo demás.
Vaivenes de la vida
te dan ganas de bajarte
con el espíritu revuelto,
pero puede que te suden las manos
que saliva ajena te atraiga
que lo retorcido no te impregne de amargura
y emerjas
con la piel adolorida
y la esperanza intacta.
Gustavo Mérida
El prójimo y yo
En el principio, era la necesidad de fortalecer los sistemas. De fomentar el desarrollo experimental, de suspender las garantías, de joder al prójimo.
Sugerían entonces, en disímiles omoplatos circunstanciales, el advenimiento de una doctrina que reemplazara el discurso peyorativo, la necesidad apremiante de joder al prójimo.
Luego, existo. Existimos. El prójimo y yo, y nosotros en consecuencia. Y los profetas profesionales, y las putas, y los pedantes y los prófugos y pendejos. Todos, pues. La humanidad entornada, con sus vaginas y sandeces, y sus virtudes palaciegas.
Claro, a todas estas, la música se coló en forma de sanguijuela, exactamente como la están oyendo. Exactamente cómo piensas tú. ¿Quién eres? ¿Cómo te atreviste a venir? ¿Crees que aquí estás a salvo de las bombas, del animalito ese que viene en sobre de correo, de algún talibán advenedizo? ¿Tienes xenofobia en el papel tualé?
Oye esta música. Ustedes no se imaginan porqué él está aquí. Oye la música, amigo viajero.
Y no nos digas nada. Deja que la muchedumbre se apoltrone en cada existencia de miseria contenida. Permite que te vetemos el rostro. Juzga hacer lo que creas necesario por un par de segundos, y luego mírate en un espejo, cualquiera. ¿Me presta uno, amable dama? Prometo devolverlo intacto, o en su defecto pagarle puntualmente las cuotas llenas de sacrificio tercermundista. ¿Acepta tarjeta de crédito?
Este espejo no sirve. No hay nada detrás. Gracias, aprecio su confianza. ¿Me regala cinco mil bolos, para el pasaje pa’ Santa Teresa? Es que tengo a mi hermana, a mi hija, digo, a mi tía enferma.
A veces, provoca mandar todo a la mierda. Atraviesas iglesias arrogantes y mezquitas definitivas, cruzas por un charco maloliente con un hueco en la suela del zapato, corres atraído por una multitud desagradecida, detienes un autobús que ignora el uniforme escolar de primaria indispensable o de secundaria adormecida, justificas al buhonero y pides fiado sin remordimientos.
Provoca mandarlo todo, con ese poder ajeno, que permite jonrones solitarios y terremotos insólitos. La culpa. Mírense sin mirarse, como todos los días. Olviden las goteras, la poceta tapada, los orines del perro, los platos sucios, la nevera vacía, el chamito y su bolsa de pega.
Junten sus espaldas, si pueden. Aceleren el rosario encopetado, la demagogia de última moda, encarámense un morral vacío, a la medida de sus posibilidades.
Junten sus manos, si pueden. Recen un padrenuestro dubitativo. No vale llorar.
Amigo, es hora de irnos. Aquí nadie sabe qué hacer. Y menos cómo hacerlo. Vamos a tratar de desear paz, pero en otro planeta.
¿Crees qué sea tarde?.
¿Crees qué valga la pena?
Gustavo Mérida
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